La danza moderna surge entre fines del siglo XIX y comienzos del XX con algunos artistas que comienzan a poner en crisis el dominio del sistema universalista del ballet y dan lugar a la aparición de diferentes estilos de danza que van a tener en común la búsqueda de un movimiento más libre y expresivo. Entre algunas de las preocupaciones de estos precursores se encuentra el recuperar para la danza el carácter místico que había perdido, el investigar acerca del medium expresivo y el valorizar el respeto por el cuerpo, la respiración y el movimiento naturales.
Entre ellos, Isadora Duncan manifestaba que “la bailarina del futuro será aquella cuyo cuerpo y alma hayan crecido juntos tan armónicamente que el lenguaje natural de ese alma se convierta en el movimiento del cuerpo” (1903, p.63). Para la artista, la escuela de ballet luchaba en contra de las leyes naturales de la gravedad y del movimiento natural del individuo, y por eso producía “un movimiento estéril que no engendra ningún movimientofuturo, sino que muere en cuanto es hecho” (Duncan, 1903, p.56). El planteo de Duncan se revelaba contra el mecanicismo de la danza académica y pretendía restaurar las conexiones entre el cuerpo y el alma, fuente del movimiento. Reclamaba para la danza una organicidad respetuosa de la anatomía humana que la artificialidad del ballet había ahogado.
Sin embargo, Isadora no logró sistematizar su interés por el cuerpo en una pedagogía de la danza acorde. Una posible explicación derivaría en su concepción de la danza como un saber extático. Para la artista “éxtasis connota un sentido más allá del yo. Su intención no era ‘expresar’ un estado mental subjetivo, sino más bien comunicar la esencia, el ser, el carácter de un fenómeno dado, un objeto o una relación” (Ragona, 1994, p.48). Para Duncan el cuerpo expresaba las fuerzas naturales y “traducía” un alma, una realidad trascendente más allá de su apariencia sensible. El cuerpo era visto como un “medio humano” a través del cual circulaba el “movimiento de la naturaleza”. Puede observarse permanentemente el juego de reenvíos; en la danza de Isadora el cuerpo era cifra del movimiento de la naturaleza, nuevamente una realidad que lo trascendía. Por eso para esta artista la pedagogía debía dirigirse prioritariamente al alma. La danza era sacralizada, era una oración que alcanzaba el cielo y se fundía con una realidad suprasensible “el ritmo eterno de las esferas” (Duncan, 1903, p.57). El vínculo entre danza y éxtasis se evidenció también en otros de sus contemporáneos como Mary Wigman, Ruth Saint Denis o la pareja conformada por Clotilde y Alejandro Sakharoff.
Entre las décadas de 1910 y 1920 las primeras preocupaciones de los precursores van a comenzar a sistematizarse en dos grandes líneas: la Modern Dance norteamericana y la Ausdruckstanz alemana. Estas tendencias estuvieron caracterizadas por llevar adelante una intensa exploración del movimiento y de sus posibilidades expresivas, una innovación en los temas a tratar y por participar de una nueva cultura corporal. La proliferación de estilos coreográficos ligados a la expresión individual de cada artista dio lugar, además, a diversas técnicas que perseguían como finalidad el entrenamiento de los bailarines en los requerimientos de la nueva danza y en cada estilo particular, a la par que exploraban la motivación del movimiento, la expresión de los nuevos contenidos y las relaciones de los diseños corporales con el espacio, el tiempo y la energía utilizada. Las nuevas técnicas cuestionaron la rigidez del torso en el ballet y lo consideraron “fuente y principal instrumento de la verdadera expresión emocional” (Shawn, 1954, p.14). Por lo tanto, era fundamental desarrollar formas de entrenamiento del torso para volverlo receptivo y sensible a las sucesiones de movimientos y así aumentar su expresividad a través de ejercitar flexiones y extensiones, rodadas, caídas, torsiones, etc. La riqueza de posibilidades de movimiento de los brazos y el torso en relación con el caudal expresivo requerido por las obras cobraron importancia por encima de la fuerza y destreza de las piernas, características del ballet.
En relación con Alemania (República de Weimar en el período entreguerras), Karl Toepfer señala que “la cultura alemana, entre 1910 y 1930, cultivó una actitud hacia el cuerpo sin precedentes por su modernidad, intensidad y complejidad. Esta actitud motivó la formación de una cultura corporal” (1997, p.69, la traducción es mía). El surgimiento de la Ausdruckstanz se produjo en el marco de este fenómeno de fuerte interés por el cuerpo que, además, la trascendió e involucró también a las otras artes y a la gimnasia, el deporte, la educación infantil, la medicina, la sexualidad y la publicidad. Por su parte, el nazismo se valió de la cultura del cuerpo pero orientándola al entrenamiento militar y a la producción de imágenes corporales que sostuvieran su discurso de superioridad racial (Papa, 2018, p.152).
No obstante, y aunque en sus enunciados la danza moderna pretendió poner en primer plano el cuerpo del bailarín y el vínculo indisoluble entre motivación y movimiento, las técnicas que se desarrollaron para una pedagogía innovadora terminaron cristalizándose en gran medida en un vocabulario estable preexistente a las obras, es decir independiente de las motivaciones. El cuerpo siguió estando al servicio de expresar contenidos que trascendían su propia presencia.
El camino hacia una danza formalista se empezó a consolidar con la preocupación que manifestó la danza moderna por la investigación del movimiento como el medio expresivo y se preanunció en el concepto de danza absoluta acuñado por Rudolf Laban y Mary Wigman, sin embargo recién a mediados del siglo XX la danza logró decididamente constituirse como un arte expresivo independiente de la literatura, la música, el vestuario, la iluminación o la escenografía. Coreógrafos como George Balanchine o Merce Cunningham utilizaron el cuerpo de los bailarines como líneas al servicio del diseño. A tono con el pensamiento de Clement Greenberg en “La pintura moderna” la danza habría de utilizar sus métodos específicos para autocriticarse, es decir para afianzarse más sólidamente en su área de competencia (2006, p.111). Para estos coreógrafos la formación de los intérpretes demandaba excelencia técnica para poder exhibir correctamente las formas del movimiento puro y neutralidad expresiva, porque ya la danza no se encontraba subordinada a narrar argumentos o expresar ideas ajenas a la naturaleza de su medio expresivo. El formalismo coreográfico puso en primer plano los procedimientos y recursos estructurales de la danza para hablar de la danza misma: la repetición, los contrastes, las simetrías y asimetrías, las formas geométricas, la acumulación, los unísonos, los cánones, fueron algunos de ellos.
Rumbo a su autonomía, la danza escénica se fue alejando progresivamente de sus funciones rituales, sociales, didácticas o mimético-narrativas para concentrarse en el movimiento por el movimiento mismo como su medio de expresión. Luego del reconocimiento de esta especificidad y, a partir de la segunda mitad del siglo XX, volvió a producirse un cruce entre las diferentes artes y así la danza pasó a incorporar elementos, procedimientos y técnicas de otros lenguajes para generar nuevas propuestas estéticas.