El cuerpo ha sido partícipe de la danza desde un comienzo. Esta afirmación parece contener una verdad obvia y evidente: la danza utiliza al cuerpo para vehiculizar el movimiento, su medio de expresión. Sin embargo, los diversos modos de producción que la danza escénica utilizó a lo largo de su historia han contribuido a velar esa presencia de diferentes maneras, lo que ha tenido también una fuerte influencia en las técnicas de movimiento destinadas a la transmisión pedagógica.

El cuerpo en la danza académica

La danza académica surgió en el siglo XVII en el contexto de la Francia de Luis XIV, las Academias y la definitiva desacralización del cuerpo que produjo el racionalismo cartesiano. Fue a lo largo de ese siglo, con la creación de la Academia Real de Danza en 1661 y con el proceso de profesionalización de la actividad de los bailarines, que fue tomando forma un código de movimientos altamente geometrizado basado en el desarrollo de las posibilidades del cuerpo a partir de su riguroso disciplinamiento por medio de la técnica. La sistematización de este vocabulario de la danza continuó a lo largo de los siglos siguientes: los diseños de los pasos se pulieron con el objeto de perfeccionar su belleza, se codificaron las formas y nombres definitivos y la clase de danza se organizó en una estructura de ejercitaciones progresivas. Asimismo, los bailarines abandonaron las ropas y calzados sociales y pasaron a emplear atuendos que favorecieran la libertad de sus movimientos. En el siglo XIX apareció la zapatilla de punta como recurso expresivo que redundó en una modificación de la técnica de danza y, por consiguiente, en el entrenamiento.

La danza académica libró una empecinada lucha por negar las limitaciones naturales del cuerpo y extender sus capacidades más allá de lo imaginable, esto además condujo a la estilización de los movimientos hacia formas más abstractas. Fue así como hombres y mujeres bailarines se dedicaron a luchar contra la apariencia tan humana de sus anatomías (Papa, 2009, p.121).

El cuerpo natural debía ser corregido y perfeccionado por medio del arte a la luz de un ideal corporal clasicista y según principios mecanicistas.

Las palabras de Agnes de Mille, extraídas de su libro Mi vida en la danza (Dance to the Piper), ejemplifican esta idea de belleza desde la perspectiva de una bailarina y coreógrafa del siglo XX:

El cuerpo está obligado a perder su apariencia humana. Toma elementos del dibujo abstracto (…) debe ser tal como nosotros desearíamos que fuese, no uno de nuestros cuerpos gastados sino un cuerpo ideal, de ensueño, liberado de la fatiga y la inquietud. Es la condensación de todos los elementos que consideramos más atrayentes: ligereza, vaporosidad, fuerza, facilidad, y sobre todo, perfección (de Mille, 1960, p.75).

Fue así como el cuerpo se encontró sometido a los severos dictados de una disciplina que le imponía cada vez nuevos desafíos y mayores restricciones. Esta concepción estética alcanzó importantes logros durante el período romántico en concordancia con el tratamiento en los ballets de temáticas trascendentalistas. La negación del cuerpo natural se llevó al extremo, el cuerpo real debía parecer inmaterial e ingrávido, un espíritu carente de peso.

La danza académica produjo una retórica corporal a partir de un cuerpo que debía ser corregido y modelado por la técnica de entrenamiento de acuerdo a un canon de belleza ideal. El cuerpo del bailarín debía ostentar los signos de la belleza, la fuerza, la agilidad, la salud, el dominio de sí, la plenitud, la elegancia y la distinción. Cuerpos que, entrenados minuciosamente hasta en el más mínimo detalle debían exhibir las marcas de su propio poder físico a partir de una constelación de signos que, quiérase o no, iban a contaminar todos sus mensajes. “Por consiguiente, toda secuencia de movimientos en una obra de danza académica nos habla, además de lo que específicamente expresa, acerca de un cuerpo modélico altamente tecnificado.” (Papa, 2009, p.122)

Poco a poco el virtuosismo se impuso como una meta a alcanzar, el dominio de la técnica debía ser cada vez mayor y se convirtió, hacia fines del siglo XX en un criterio valorativo de las obras y de los ejecutantes.

Enfrentar permanentemente el desafío y superarlo es también el núcleo en torno al cual gira el vértigo que provocan las destrezas circenses y los constantes nuevos récords del deporte. Es degustar la palpitante emoción que proporciona ese instante tenso entre el peligro de la falla humana y el momento triunfal de superarla; la oportunidad de vencer la eterna asechanza de nuestra humanidad imperfecta y acercarnos, al menos ilusoriamente, a la perfección de los héroes y de los dioses. Se trata, en suma, de la obsesión por correr cada vez más los límites de lo posible: la exigencia de virtuosismo como momento sublime en el que el cuerpo del bailarín trasciende lo meramente humano, su objetualidad, su materialidad, e ingresa en un espacio de trascendencia. (Papa, 2009, p.121)

El entrenamiento del bailarín de ballet se rige permanentemente por el ideal corporal, que es una abstracción perfecta, inmutable, atemporal y universal. Esto lleva a promover constantemente la transformación del cuerpo para acercarlo cada vez más al ideal y, a su vez, conduce a someter las particularidades individuales en pos de lograr un cuerpo único y universal. Estos dictados también hacen que el ballet sea una práctica altamente selectiva. Por otra parte, esta técnica parte de una manera binaria de entender el movimiento en términos de género, los roles sexuales se encuentran claramente diferenciados y cristalizados.

El cuerpo en la danza moderna y el formalismo

La danza moderna surge entre fines del siglo XIX y comienzos del XX con algunos artistas que comienzan a poner en crisis el dominio del sistema universalista del ballet y dan lugar a la aparición de diferentes estilos de danza que van a tener en común la búsqueda de un movimiento más libre y expresivo. Entre algunas de las preocupaciones de estos precursores se encuentra el recuperar para la danza el carácter místico que había perdido, el investigar acerca del medium expresivo y el valorizar el respeto por el cuerpo, la respiración y el movimiento naturales.

Entre ellos, Isadora Duncan manifestaba que “la bailarina del futuro será aquella cuyo cuerpo y alma hayan crecido juntos tan armónicamente que el lenguaje natural de ese alma se convierta en el movimiento del cuerpo” (1903, p.63). Para la artista, la escuela de ballet luchaba en contra de las leyes naturales de la gravedad y del movimiento natural del individuo, y por eso producía “un movimiento estéril que no engendra ningún movimientofuturo, sino que muere en cuanto es hecho” (Duncan, 1903, p.56). El planteo de Duncan se revelaba contra el mecanicismo de la danza académica y pretendía restaurar las conexiones entre el cuerpo y el alma, fuente del movimiento. Reclamaba para la danza una organicidad respetuosa de la anatomía humana que la artificialidad del ballet había ahogado.

Sin embargo, Isadora no logró sistematizar su interés por el cuerpo en una pedagogía de la danza acorde. Una posible explicación derivaría en su concepción de la danza como un saber extático. Para la artista “éxtasis connota un sentido más allá del yo. Su intención no era ‘expresar’ un estado mental subjetivo, sino más bien comunicar la esencia, el ser, el carácter de un fenómeno dado, un objeto o una relación” (Ragona, 1994, p.48). Para Duncan el cuerpo expresaba las fuerzas naturales y “traducía” un alma, una realidad trascendente más allá de su apariencia sensible. El cuerpo era visto como un “medio humano” a través del cual circulaba el “movimiento de la naturaleza”. Puede observarse permanentemente el juego de reenvíos; en la danza de Isadora el cuerpo era cifra del movimiento de la naturaleza, nuevamente una realidad que lo trascendía. Por eso para esta artista la pedagogía debía dirigirse prioritariamente al alma. La danza era sacralizada, era una oración que alcanzaba el cielo y se fundía con una realidad suprasensible “el ritmo eterno de las esferas” (Duncan, 1903, p.57). El vínculo entre danza y éxtasis se evidenció también en otros de sus contemporáneos como Mary Wigman, Ruth Saint Denis o la pareja conformada por Clotilde y Alejandro Sakharoff.

Entre las décadas de 1910 y 1920 las primeras preocupaciones de los precursores van a comenzar a sistematizarse en dos grandes líneas: la Modern Dance norteamericana y la Ausdruckstanz alemana. Estas tendencias estuvieron caracterizadas por llevar adelante una intensa exploración del movimiento y de sus posibilidades expresivas, una innovación en los temas a tratar y por participar de una nueva cultura corporal. La proliferación de estilos coreográficos ligados a la expresión individual de cada artista dio lugar, además, a diversas técnicas que perseguían como finalidad el entrenamiento de los bailarines en los requerimientos de la nueva danza y en cada estilo particular, a la par que exploraban la motivación del movimiento, la expresión de los nuevos contenidos y las relaciones de los diseños corporales con el espacio, el tiempo y la energía utilizada. Las nuevas técnicas cuestionaron la rigidez del torso en el ballet y lo consideraron “fuente y principal instrumento de la verdadera expresión emocional” (Shawn, 1954, p.14). Por lo tanto, era fundamental desarrollar formas de entrenamiento del torso para volverlo receptivo y sensible a las sucesiones de movimientos y así aumentar su expresividad a través de ejercitar flexiones y extensiones, rodadas, caídas, torsiones, etc. La riqueza de posibilidades de movimiento de los brazos y el torso en relación con el caudal expresivo requerido por las obras cobraron importancia por encima de la fuerza y destreza de las piernas, características del ballet.

En relación con Alemania (República de Weimar en el período entreguerras), Karl Toepfer señala que “la cultura alemana, entre 1910 y 1930, cultivó una actitud hacia el cuerpo sin precedentes por su modernidad, intensidad y complejidad. Esta actitud motivó la formación de una cultura corporal” (1997, p.69, la traducción es mía). El surgimiento de la Ausdruckstanz se produjo en el marco de este fenómeno de fuerte interés por el cuerpo que, además, la trascendió e involucró también a las otras artes y a la gimnasia, el deporte, la educación infantil, la medicina, la sexualidad y la publicidad. Por su parte, el nazismo se valió de la cultura del cuerpo pero orientándola al entrenamiento militar y a la producción de imágenes corporales que sostuvieran su discurso de superioridad racial (Papa, 2018, p.152).

No obstante, y aunque en sus enunciados la danza moderna pretendió poner en primer plano el cuerpo del bailarín y el vínculo indisoluble entre motivación y movimiento, las técnicas que se desarrollaron para una pedagogía innovadora terminaron cristalizándose en gran medida en un vocabulario estable preexistente a las obras, es decir independiente de las motivaciones. El cuerpo siguió estando al servicio de expresar contenidos que trascendían su propia presencia.

El camino hacia una danza formalista se empezó a consolidar con la preocupación que manifestó la danza moderna por la investigación del movimiento como el medio expresivo y se preanunció en el concepto de danza absoluta acuñado por Rudolf Laban y Mary Wigman, sin embargo recién a mediados del siglo XX la danza logró decididamente constituirse como un arte expresivo independiente de la literatura, la música, el vestuario, la iluminación o la escenografía. Coreógrafos como George Balanchine o Merce Cunningham utilizaron el cuerpo de los bailarines como líneas al servicio del diseño. A tono con el pensamiento de Clement Greenberg en “La pintura moderna” la danza habría de utilizar sus métodos específicos para autocriticarse, es decir para afianzarse más sólidamente en su área de competencia (2006, p.111). Para estos coreógrafos la formación de los intérpretes demandaba excelencia técnica para poder exhibir correctamente las formas del movimiento puro y neutralidad expresiva, porque ya la danza no se encontraba subordinada a narrar argumentos o expresar ideas ajenas a la naturaleza de su medio expresivo. El formalismo coreográfico puso en primer plano los procedimientos y recursos estructurales de la danza para hablar de la danza misma: la repetición, los contrastes, las simetrías y asimetrías, las formas geométricas, la acumulación, los unísonos, los cánones, fueron algunos de ellos.

Rumbo a su autonomía, la danza escénica se fue alejando progresivamente de sus funciones rituales, sociales, didácticas o mimético-narrativas para concentrarse en el movimiento por el movimiento mismo como su medio de expresión. Luego del reconocimiento de esta especificidad y, a partir de la segunda mitad del siglo XX, volvió a producirse un cruce entre las diferentes artes y así la danza pasó a incorporar elementos, procedimientos y técnicas de otros lenguajes para generar nuevas propuestas estéticas.

Cuerpo y danza contemporánea

A partir de la década de 1960 los artistas empezaron a convocar a ejecutantes no entrenados en danza y comenzaron a incorporar en sus obras movimientos cotidianos no estilizados. De este modo generaron diferentes iniciativas orientadas a cuestionar en la danza la tendencia dominante acerca de cuáles eran los cuerpos “autorizados” para ingresar en la representación y cuál era el código con el que debían hacerlo.

Sally Banes señala que “El cuerpo mismo se transformó en tema para la danza, en lugar de ser solo un instrumento para metáforas expresivas. Un análisis desenfadado de sus funciones y sus poderes atravesó las primeras danzas post-modernas” (1987, p.4). La autora señala que esta transformación se realizó de diferentes maneras: una fue la relajación, entendida como la pérdida del control que había caracterizado a la técnica de la danza occidental; además, se reinstaló la reflexión acerca del «cuerpo natural», lo que condujo a la utilización deliberada de personas no entrenadas; otra de las maneras fue liberar la energía pura en los movimientos; y finalmente, otra manera fue recurrir al uso de la desnudez (Banes, 1987, p.5).

El problema de definir la danza para los primeros coreógrafos posmodernos estaba relacionado con su indagación sobre el tiempo, el espacio y el cuerpo, pero se extendían más allá, abarcando las otras artes y sosteniendo propuestas respecto a la naturaleza de la danza. Juegos, deportes, competencias, los simples actos de caminar o correr, los gestos involucrados en tocar música o hacer una lectura, e incluso la acción mental del lenguaje fueron presentados como danza. En efecto, los coreógrafos posmodernos sostuvieron que una danza era danza no por su contenido, sino por su contexto; es decir, porque simplemente era enmarcada como danza. Esta apertura hacia los márgenes fue una ruptura con la danza moderna (cualitativamente diferente tanto en lo referente al espacio y tiempo como al cuerpo) (Banes, 1987, p.5).

La danza extremó su carácter objetual, no referencial y desteatralizado y puso en primer plano al movimiento puro y a las estructuras coreográficas. “No al espectáculo. No al virtuosismo. (…) No a conmover o ser conmovido” rezaba el Manifiesto del No (1965) de Yvonne Rainer, una de las principales representantes de la danza analítica. Rainer proponía que el virtuosismo de la danza tradicional, que era interpretado, debía ser reemplazado por un movimiento realizado a escala humana, que sería ejecutado. La danza analítica hizo foco principalmente en los funcionamientos del cuerpo de un modo casi científico.

Apenas con pocos años de diferencia, Pina Bausch, una de las principales representantes del Tanzteather (Teatro de Danza) alemán, introdujo en sus coreografías la fisicalidad y la pluralidad de cuerpos, estilos y técnicas de movimiento. En sus trabajos, la artista alemana rompió con la linealidad narrativa e incluyó la simultaneidad, la fragmentación, la intertextualidad, la yuxtaposición de imágenes, la hibridación de lenguajes y la polisemia. Asimismo, al realizar una suerte de edición de los materiales producidos por los bailarines a partir de sus consignas, extendió los horizontes de las nociones de coreógrafo e intérprete.

La emergencia de estos cambios trajo aparejada la reflexión acerca del status ontológico de la danza y acerca de qué hacía que algo se considerara danza cuando su movimiento no era diferente del movimiento que podía realizar cualquiera en su vida diaria. Esta redefinición sobre qué es la danza también comenzó poco a poco a repercutir en los ámbitos académicos, aunque no sin resistencias. Estos cambios habilitaron, a su vez, el ingreso en la danza de todos los cuerpos que no concordaban con los estrictos cánones del cuerpo ideal: por peso, por talla, por edad, por poseer alguna discapacidad, pero también por no ajustarse al paradigma de género y raza impuestos por el ideal eurocentrista. El teatro de variedades, los cabarets o el cine habían mostrado a destacados bailarines, pero ellos únicamente podían dedicarse a ser artistas de entretenimiento y no formaban parte de lo que se entendía como la alta cultura. La superación de la brecha entre alta y baja cultura también jugó un rol decisivo en este proceso. De este modo, pudieron ingresar en la danza otros cuerpos que anteriormente no habían logrado articular desde sus movimientos particulares los elementos de una poética propia.

En relación con este tema Ramsay Burt sostiene que el análisis de la danza no debería ser el análisis de una esencia ideal no corpórea convencionalmente llamada la “coreografía” sino el análisis de la puesta en acto (performance) de esa coreografía llevada a cabo, a veces, por cuerpos danzantes con una materialidad y en forma perturbadora e inquietante (Burt, 2004, p.30).

En un artículo de 2017 el bailarín ecuatoriano Fabián Barba escribió lo siguiente:

Cuando acababa mis estudios en Bruselas, me di cuenta que una educación en danza no implica solamente una educación técnica, o en una técnica, pero conlleva también una educación en ciertas ideas e ideales que ese entrenamiento técnico busca incorporar (Franko, 2017, p.399).

El testimonio de Barba hace referencia a algo que ha comenzado a suceder en las últimas décadas: la formación de los artistas de la danza ha trascendido el entrenamiento del cuerpo como herramienta y ha empezado a involucrar, de manera programática y sostenida, la revisión de todos los supuestos que han acompañado a esta disciplina a lo largo de su historia. Esta práctica, a su vez, otorgó voz a bailarines y coreógrafos como enunciadores de esas reflexiones acerca del propio quehacer, de su formación, de su identidad y de las poéticas y políticas de la danza en relación con ellos.

Hoy en día confluyen en la preparación del intérprete técnicas, prácticas y estilos diferentes.

Las diferentes técnicas de danza representan conceptualizaciones del movimiento con una lógica interna: cada postura, imagen, gesto, paso, relación, dimensión, forma, movimiento, etc., tiene su razón de ser, desarrollando cada una de estas técnicas un vocabulario, una estética y unas características específicas. (Álvarez, Papa y Sobral, 2017, p.50)

Asimismo, cada práctica y cada estilo en particular trabajan con el cuerpo de maneras diferentes y poseen objetivos propios. Mientras que en algunos casos se hace hincapié en el resultado final, en otros lo que se valora es el devenir del cuerpo en un proceso (como por ejemplo en el Contact Improvisation). Mientras que en algunos casos se buscar incrementar las posibilidades del cuerpo (mayor flexibilidad, fuerza o resistencia), en otros se busca desarrollar niveles de autoconciencia y reflexión que redundan en un más amplio desarrollo de los recursos y procedimientos poéticos del cuerpo.

Actualmente, en los diversos ámbitos de enseñanza se recomienda que el dominio de los aspectos técnicos de los estudiantes de las artes del movimiento “esté orientado a la promoción de movimientos saludables, enriquecimiento de la expresividad, la creatividad y la sensibilidad, tanto en la producción como en la valoración de las diferentes manifestaciones dancísticas” (Álvarez et al., 2017, p.51). Más allá de la técnica o estilo encuestión, objeto de la enseñanza, es importante valorizar el aporte de técnicas y prácticas complementarias que incorporen la noción de organicidad y entiendan el cuerpo como una unidad física, psíquica y social.

Por otra parte, es fundamental no perder de vista que:

La danza es un fenómeno vivo que trasciende su sistematización en técnicas destinadas a la transmisión pedagógica. Es un hecho que no siempre tiene una finalidad escénica y, aunque pude asumir formas altamente estetizadas, sus fines pueden ser la exhibición de destrezas, el encuentro, la celebración, la expresión grupal, la competencia, entre otros. Además de considerar estas perspectivas que aportan herramientas fundamentales para la formación del futuro docente, es necesario no perder de vista la riqueza de las manifestaciones de la danza que asume muy variadas formas: como la peña folklórica, la milonga, la rave urbana, la competencia (de malambo, de danza callejera, de danzas de salón), el teatro musical, el videoclip, el espectáculo infantil, la ceremonia ritual, el carnaval, la bailanta, el baile entre amigos o familia, etcétera. (Álvarez et al., 2017, p.44)

Los artistas de las artes del movimiento producen trabajos que se hacen eco de la complejidad del mundo contemporáneo y que abarcan mucho más que el diseño de una serie de movimientos en el espacio. Por ejemplo, a comienzos de los años 90, numerosas obras de danza contemporánea se dedicaron inclusive a repensar y cuestionar la naturalizada asociación entre danza y fluir del movimiento. Estos trabajos utilizan la detención y la inmovilidad para marcar puntos de quiebre, como una forma de incorporar en la danza la reflexión acerca de los cuerpos y su resistencia al movimiento entendido como celebración acrítica del progreso y la modernidad. Esta situación trae aparejada una nueva conciencia del rol del cuerpo en un arte de la danza donde coreógrafos y bailarines generan obras que incursionan en el arte conceptual y que reflexionan permanentemente en el quehacer artístico sobre su propia materialidad, su historicidad y su identidad.

Más aún, a lo largo de las últimas seis décadas el rol del bailarín ha cambiado significativamente, ha dejado de ser un instrumento, un cuerpo disponible para que se le enseñen los movimientos de una obra concebida por el coreógrafo y ha pasado a ser autor o coautor del material de movimiento a través de sus propias improvisaciones, surgidas de procesos creativos de exploración llevados a cabo en conjunto con el coreógrafo y con otros bailarines. Estos cambios en la autoría dan cuenta a la vez de una crisis de la noción de autoridad del autor. El coreógrafo ha dejado de ser la única “autoridad” creativa de los trabajos y ha dado espacio al caudal creativo de los intérpretes, como así también a la potencia poética de sus individualidades. Los cuerpos instrumento han pasado a ser cuerpos con una historia, territorios con una identidad propia que ya no quedan eclipsados por la exhibición de los movimientos de una técnica particular o por el mandato de “contar” algo ajeno a su naturaleza sino que, entrenados en diversas prácticas, se apropian de ellas para gestar desde sus propios recursos un lenguaje personal que encarne un pensamiento en y desde la danza.


Papa, Laura. (2019). Cuerpo territorio de poéticas. Algunas reflexiones acerca del cuerpo en la enseñanza de la danza. Foro de educación musical, artes y pedagogía, 4 (6), 75-88.


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